La primera vez (y única) que viajé a EE.UU. fui a parar a un pequeño pueblo que fue ballenero en tiempos pretéritos. Parte de las casas eran esas típicas de madera rodeadas de amplios jardines y enfrentadas al mar. La curiosidad es que los tejados no eran tales, un largo pasillo hacía las veces de techado: the widow’s corridor. O lo que es lo mismo el pasillo de de las viudas.
Más realidad que ficción las mujeres de los pescadores pasaban (y paseaban) sus días a la espera de sus maridos en la cima de sus casas. Oteando si el horizonte se rompía en forma de barco al final de la temporada de pesca que coincidía con el invierno y el mal tiempo. Los barcos iban arribando al tiempo que las mujeres descendían de sus elevados corredores para bajar al puerto y recibir a sus amados. Ya no desgastarían más su calzado ni la sufrida madera del widow’s corridor hasta la siguiente temporada. El número de mujeres en lo alto se iba reduciendo a medida que el invierno se aproximaba. Sólo un puñado de ellas se quedaban a pasear los fríos días en una espera que se haría eterna, esa vez los suyos no regresarían…
Desde pequeño recorro mi casa cuando estoy nervioso. A solas doy vueltas y vueltas a mi estrecho habitáculo mientras mi cabeza gira más y más tratando de arreglar lo que no podemos llamar sino vida. Mi vida, esa misma que veo gris en días de lluvia. La misma que espera algo grande en forma de ser amado. La misma que me escupe con fuerza a la espera de alguien que ya no regresará…