Aquellos que me conozcáis sabéis que sólo me relajan dos cosas el gimnasio y… bueno, centrémonos en el gimnasio. Hace dos semanas disfruté de algo que hacía años no disfrutaba, una sauna en condiciones en el gym.
Allí estaba la puerta con un cristal empañado que me miraba desde el otro lado mientras la condensación del lugar perlaba la superficie que se atisbaba. Oí su llamada y me quedé, desnudo a pesar del cartel ‘utilice una toalla’. Al principio estaba sólo luchando contra mí, luego en compañía luchando por mirar los bonitos azulejos blancos y mantener mi hombría a raya al tiempo que sumaba minutos de sudor sin lágrimas.
Me cautiva sensación que te envuelve nada más entrar en el recinto, esos gotones que ruedan por la piel y que pronto te empapan. Ver correr mi sudor y acostumbrarse rápidamente a una situación que de primeras rechazas (lo siento pero me recuerda al sexo). Descubrirme desnudo como no lo hago nunca, sin poca cabida para pensar por lo opresivo del ambiente y con nada que hacer salvo esperar pacientemente a la ducha fría y que mi cuerpo haga el resto.
Me recuerdo un sábado a las seis de la mañana intentando regresar con alguien que sólo trata de convencerme en ese momento que lo que hay que hacer es ir una sauna. Tal vez, en ese momento me equivoqué pero sólo lo pude llevar a mi cama, quiero decir a mi casa.
El chorro de agua fría me devuelve a la realidad y me siento flotar, esa sensación de relax es la que buscaba. Tras acicalarme en el vestuario me dirijo a una cita, para variar llega tarde. No me importa pues busco la compañía en unas cañas. La noche me llena y también su compañía en la cama. En ocasiones me recrimina no dedicarle unas palabras en este blog y ahora está presente auque no sé por qué esta noche se ha cruzado en el recuerdo. O tal vez lo sepa, esa noche fue perfecta.