Creí llegada la etapa en que mis cabezas bienpensantes (la de arriba y la de abajo) cederían espacio a una larga lista de cuerpos bonitos. El puñetero mundo de las citas, ese encuentro tan popular en las pelis en el que uno busca y con un poco de mala suerte encuentra algo más. Me tiré de cabeza (nunca mejor dicho) para poner seriedad en esto de las relaciones y me arrastró la corriente.
Quise cerrar uno de mis sentidos, el de la vista y el encanto por lo bonito hasta autoconvencerme de que hay otros encantos, quizá ocultos, donde sólo hay que rascar un poquito para llenarse de ellos. Pero no, mi teoría se ha venido abajo y me he cobrado lo que sólo una palabra puede resumir: auténtico-fracaso, y es que ese tsunami ha logrado arrastrar hasta mi siempre presente buen humor.
En el restaurante convenido recién llegado a esa medio cita medio a ciegas, se repiten las pautas. Odio esa mirada de deseo en mí que se prolonga a lo largo de la conversación en la que flota un: ojalá lleguemos a compartir más de esa noche. Puedo leer incluso más allá en el otro, leer ese poso de fracasos que creen ocultar tras una sonrisa para agradar. Todo es perfecto en apariencia mientras yo lucho por encontrar lo más ínfimo que haga saltar ese resorte a la atracción, al deseo, al quizás esta vez sí.
Pero no funciona, y soy yo mismo el que replica esa sonrisa por agradar sabedor de que no habrá un otra vez, de que volveré a casa con el estómago lleno y mi corazón igual de vacío, y duele. Y mucho.
Al parecer sólo busco sufrir. Todo lo que buscan mis ojos es algo hermoso hasta el dolor…