El despertador le descubrió con pocas ganas de ir a currar e incluso peor cara. El sábado no era el mejor día para estar trabajando en una peluquería, y nada podría salvarla de acabar con pies molidos y manos doloridas.
Hasta que se obró el milagro, una fuerte tromba de agua se inició de camino al centro que leacabó por despertar e hizo también que asomara una sonrisilla a nuestra protagonista. Llegó empapada pero sabedora de que su estrella había cambiado por la suerte meteorológica. Como no podía ser de otra manera el teléfono comenzó a sonar para anular citas varias de pelu, pedi y bisílabos varios. Todas mujeres, a pesar de anunciarse como peluquería mixta pocos hombres osaban cruzar la puerta. Tal vez el cartel con fondo rosa ahuyentara a las fieras con melena, vamos, a ellos.
El despertador le acabó por abrir los ojos a la realidad sería el último día que compartiera cama con ella. En vez de expresarlo con palabras se limitó, a la puerta de casa, a hacer un expresivo corte de mangas. La tarea se completó con un sms en el que simplemente decía ‘ya volveré a recoger mis cosas’.
Había llegado el día D, y estaba resuelto a un cambio radical. Mientras iniciaba el paso hacia el centro unos truenos anunciaron la que se avecinaba. Estaba claro hoy era día de tormenta para todos.
Sin rumbo claro se resolvió aventurarse en lo que había deseado durante toda su puta vida. Hacer cosas estúpidas sin que una voz cansina le recriminara eso mismo, lo estúpido de la situación. Así, empapado y con ganas de aventura se encontró en medio de la calzada. A un lado un garito de mala muerte que auguraba mañana de resaca, un clásico. Justo enfrente una peluquería con un cartel rosa. La decisión estaba clara, iría a desmelenarse. Primero un par de copas para empezar bien la mañana.
La única persona visible era una chiquita mona que se mordía las uñas. Ante mi presencia apartó las manos de su boca y mostró una bonita sonrisa, casi-casi de felicidad.
Descansando sus posaderas sobre la butaca mataba el tiempo mordiéndose las uñas. Habían transcurrido un par de horas y ni un cliente había asomado por la puerta. Esto debía de ser muy próximo a lo que llamaban felicidad… Alertada por el chillido de la puerta giró la vista y descubrió a un buen mozo que daba la sensación de haber dejado un gran peso atrás. Mientras se ponían manos a la obra él pensaba: estará casada pero no le gusta trabajar con alianzas ni anillos. Ella sencillamente, será maricón. Quién si no pediría un corte tan próximo al cero.
Si bien el lenguaje corporal, ése que no necesita de palabras, comenzó a fluir. Sería el involuntario roce de sus cuerpos en todo el proceso. O los efluvios de perfumes (y algún que otro alcohol) mezclados con olor a lluvia. O las pasiones soterradas tan próximos a un sábado noche.
Ella sugirió rematarlo con un masaje capilar, él se dejó arrastrar por sus manos. Ella pensaba en un número de teléfono, él en una (y muchas) noches para el recuerdo…
Tal vez porque el masaje se había extendido ahora al cuello, tal vez porque el tiempo pareciera no correr para él, tal vez porque ella anhelara rematarlo ahí mismo con un beso. El agua fría puso fin a todas esos momentos. Ella alzó la voz, son quince cincuenta. Él replicó, necesitaré un champú para el pelo.
La noche del sábado la pasó mordiéndose las uñas pensando en su cuello. Él, tirándose de los pelos. Quería para sí a aquella peluquera pero la resaca y desmemoria se interpondría entre ellos. La noche le despertó agarrado a un bote de champú e involuntariamente con las manos en el pelo. Nervioso por hacerlo crecer a golpe de tirones, impaciente por poder repetir todo aquello.